(Ref elsonar.aceprensa.com)

Se ha declarado el estado de alarma por la influencia negativa de las redes sociales en los adolescentes. Las luces rojas advierten: Instagram es tóxico; El juego del calamar embrutece; los trastornos alimentarios aumentan. Recomendación esperada: hay que prevenir a los adolescentes frente a las influencias de las redes sociales y los contenidos adictivos.

Frances Haugen, la “garganta profunda” de Facebook, que en realidad parece muy contenta de ser vista, asegura que la red social está afectando negativamente a la salud mental de los adolescentes. El afán de subir fotos a Instagram, la ansiedad por recibir likes, la falta de autoestima por una imagen corporal pobre, provocan ansiedad, tristeza y hasta depresión. Sobre todo a las chicas. Por muy empoderadas que estén, siempre ha habido una brecha de belleza en este mundo injusto. En EE.UU., el 32% de las encuestadas dicen que se sienten “mal con su cuerpo” y que lo que ven en Instagram les hace sentirse peor.

No hacen falta documentos filtrados de Facebook para saber que los adolescentes son especialmente inseguros y sensibles a la influencia de compañeros y celebridades. Lo nuevo es que la exposición en las redes ha acentuado la preocupación por la propia imagen y el deseo de aparentar. El narcisismo tan propio de nuestra época ha encontrado en las redes sociales un potente cauce de expresión. Pero la imagen que devuelve la pantalla de Instagram es motivo de ansiedad para muchas adolescentes que se comparan con otras.

Frances Haugen, la exempleada de Facebook, acusa a la red de no hacer nada para corregir el efecto tóxico en los adolescentes, y pide que el gobierno meta en cintura a la red social. Pero este es un problema de educación familiar más que del gobierno. No es la ley la que puede inculcar a los jóvenes que hay que cuidar el cuerpo sin obsesionarse con su apariencia, ni pretender exhibirse para imitar a una celebridad, ni ser tan dependientes de la opinión ajena. En cualquier caso, el problema nos revela hasta qué punto los adolescentes son influenciables por lo que ven y oyen on line.

Pero a menudo hablamos de la influencia de las pantallas en los adolescentes, cuando muchas veces los padres están tan enganchados como los hijos. Basta pensar en El juego del calamar, la serie coreana superviolenta que se ha convertido en un fenómeno mundial. Un sádico concurso en el que ciudadanos endeudados participan en juegos que les permitirán ganar mucho dinero o morir si son eliminados.

En los patios de los colegios los profesores se sorprenden de encontrar niños de Primaria replicando este juego en el que terminan dándose puñetazos. Los especialistas en trastornos infantiles advierten que los adolescentes no deberían ver ni enfrascarse en este juego, cuyo mensaje implícito es que el resorte para subir de la pobreza a la abundancia es una lucha inmisericorde a vida o muerte. Y estos contenidos, alerta un especialista, “son como cocaína para el cerebro”.

Ni un calamar se comerían aquellas que no quieren ser ricas sino estar delgadas. Parece ser que los trastornos alimentarios han aumentado durante la pandemia. Según estimaciones de la Fundación Fita –dedicada a prevenir este problema–, en España hay 400.000 personas que sufren estos trastornos, de las cuales 300.000 son adolescentes. Anorexia nerviosa, bulimia, atracones, vómitos, dietas enfermizas, están en el menú de estos trastornos. El 90% de los afectados son mujeres.

La psicóloga Carmen Angosto declara en El País que, aunque el origen de estos trastornos es multifactorial, “tienen mucho que ver con las redes sociales, la cultura de la imagen, el culto al cuerpo y la sexualización infantil”. De hecho, también ha bajado la edad en que comienzan los trastornos: “Algunos niños comienzan a los ocho o nueve años”.

Los expertos se quejan de que siguen teniendo muchísimo poder las webs que fomentan la anorexia con consejos, dietas o ejercicios extremos para perder peso rápidamente, o para disimular ante las preguntas de padres y doctores. Ellas se ven gordas, aunque estén esqueléticas para cualquier mirada ajena. Su problema está en el cerebro, en la obcecación por la imagen corporal, una baja autoestima y un estado de ánimo que lleva a la irritabilidad y el aislamiento. Todo entra en el reino de la obsesión. Lo que ellas sienten es lo que cuenta.

Pero es un trastorno tratable. Como tantas cosas en la etapa adolescente, hay problemas que pueden desaparecer si se abordan a tiempo. Según la Guía de Práctica Clínica sobre trastornos alimentarios, elaborada por el Ministerio de Sanidad, alrededor del 50% o 60% de los casos se recupera totalmente, entre un 20% a un 30% lo hace parcialmente, y solo entre un 10% y un 20% la enfermedad se hace crónica.

Si las pantallas y las redes sociales tienen tanta influencia en la ansiedad por la imagen corporal de los adolescentes, en sus juegos virales, en los trastornos alimentarios, ¿no la tendrán también en la proliferación de menores que hoy dicen ser transgénero?

Diversos estudios han señalado que la aparición de problemas de disforia de género entre chicas adolescentes se produce muchas veces en el contexto de un grupo de amigas donde varias se han declarado transgénero en poco tiempo. Las chicas son más propensas a sentirse molestas por su aspecto físico y a veces esa insatisfacción les lleva a cuestionarse su identidad de género. Son chicas que antes no habían experimentado ninguna incomodidad con su sexo biológico, pero que descubren en Internet la comunidad de influencers trans y se persuaden de que una transición de género arreglará sus problemas.

Como en los trastornos alimentarios, hay un desajuste entre su realidad biológica y su percepción del cuerpo. Pero así como a las chicas con anorexia no se les recomienda dejar de comer, tampoco a las que padecen disforia de género hay que animarlas a que cambien de sexo, sino ayudarlas en el proceso de identificación personal con su cuerpo.

Todo lo contrario de los criterios que inspiran la “ley trans” en trámite en el Congreso español. Por principio, descarta que un problema de identidad de género tenga algo que ver con una patología, y que por lo tanto pueda ser tratado médicamente para superarlo. Lo que “siente” la persona es lo único que cuenta. Esto le lleva a liquidar todos los requisitos médicos que antes se exigían para un cambio de este tipo, y a abandonar las precauciones ante los tratamientos hormonales en la pubertad que pueden tener consecuencias irreversibles. Mientras que en Suecia y en el Reino Unido se ha empezado a dar marcha atrás en estos tratamientos hormonales a menores, aquí la ley trans los consagra como un derecho, sin hacer caso de las reservas planteadas por sociedades científicas. Tampoco tiene en cuenta datos que muestran cómo menores que plantearon un problema de rechazo de su sexo biológico, acabaron aceptándolo con normalidad al cabo de cierto tiempo.

Pero la ley trans olvida el principio de precaución tan invocado en otros campos. Hay que facilitar la “transición de género” cuanto antes. Entre los 12 y los 16 años, los menores podrán solicitar el cambio de sexo legal a través de sus representantes legales (la condición de “padres” ha sido borrada) o por sí mismos con su consentimiento. Y a partir de los 16, por propia iniciativa.

Para abrir una cuenta en Facebook hay que tener 13 años; para empezar el cambio de sexo legal, según esta ley, bastan 12. Se ve que es más fácil dar un “consentimiento informado” para entrar en un género distinto que para entrar en una red social.