(Ref. iffd.es / Javier Vidal-Quadras Trías de Bes)
Define el diccionario la “conciliación” como la conveniencia o semejanza de una cosa con otra. Como acción del verbo “conciliar” significa “componer y ajustar los ánimos de quienes estaban opuestos entre sí”. Y si acudimos al término inglés balance, equivalente al español “equilibrio”, resulta ser el “estado de un cuerpo cuando fuerzas encontradas que obran en él se compensan destruyéndose mutuamente”.
¿Se pueden conciliar familia y trabajo? ¿Cabe un equilibrio entre los dos?
En primer lugar, hay que descartar que sean realidades semejantes. Nadie pondrá en duda que entre la pérdida del trabajo y la de la mujer o la de un hijo hay una diferencia abismal. Están a distancia infinita.
Tampoco se trata de ánimos opuestos ni de fuerzas encontradas con capacidad de compensarse, porque, pese a moverse en ámbitos distintos, deberían cooperar al mismo fin: el crecimiento personal de uno y otro.
Tratar de equilibrar realidades que están en niveles tan diferentes acaba desembocando en un decepcionante juego de suma cero, en el que una de las dos fuerzas enfrentadas sale siempre perjudicada. Como es imposible mantener la paridad exacta o el equilibrio en el punto donde se quiere, cuando una suma la otra resta, cuando una gana la otra pierde.
¿Dónde está, pues, el problema?
Una relación de subordinación
Diría que hay un error de partida, una falla en el origen, un mal enunciado. Lo diré de manera simple y clara: no hay nada que conciliar. Ni se puede ni se debe equilibrar o conciliar el trabajo con la familia.
La relación no es de conciliación ni de equilibrio, sino, digámoslo sin tapujos, de subordinación. La única conciliación posible es la desemejanza y el único balance admisible, el desequilibrio. La familia –lo mismo que la persona, y precisamente por ser comunidad de personas unidas en el amor– está por encima del trabajo, que debe adaptarse a ella no buscando equilibrio alguno sino subordinándose y poniéndose a su servicio en una relación de medio a fin.
¿Y esto en qué se traduce? A nivel teórico, en una prioridad. A nivel práctico, en un blindaje.
La prioridad ha de estar primero en la cabeza, constituyendo una auténtica convicción, una premisa conceptual que alumbre la vida entera. Sólo entonces, cuando la inteligencia haya hecho suya esta verdad, podrá mover al resto de facultades y dinamismos humanos –voluntad, memoria, imaginación, sentimientos…– para hacerla realidad en el tiempo de cada día.
Porque, a fin de cuentas, la antinomia familia-trabajo suele reducirse a un problema de tiempo. Es cierto que, incluso en circunstancias duras y excepcionales en que, pese a todos los esfuerzos, no existe posibilidad real de dedicar tiempo suficiente a la familia, se puede estar con la familia a distancia, llevándola consigo, teniéndola presente, rezando por ella, etc. Pero no es menos cierto que estas circunstancias excepcionales –un largo secuestro, por ejemplo, o una emigración forzada–, precisamente por su singularidad, no pueden erigirse en regla de conducta.
Colocar con antelación a mi familia en la agenda
Entonces, si es verdad que la pugna trabajo-familia suele librarse en el terreno de la gestión de tiempo, habrá que escuchar los consejos de los especialistas. Me parece que hay pocas dudas entre los expertos acerca de cuál sea el principio básico: el buen gestor de tiempo es un administrador de prioridades, que sabe colocar primero las piedras grandes en el recipiente, para encajar después las de menor tamaño y, finalmente, la arena en el espacio libre entre ellas, como enseña la fábula del sabio de las piedras.
Este principio se concreta en una tarea tan fácil como inusual: colocar a mi familia en la agenda. Un buen consejo, que no es mío y que escribí ya en un libro anterior. Pero, con el paso de los años, me he dado cuenta de que no es suficiente. No basta con tener a mi familia a la vista en mi agenda profesional. Hay otra premisa necesaria para que este recurso sea eficaz: la antelación.
No se trata de apuntar en la agenda el tiempo de mi familia en cualquier momento, sino antes. Antes que todo lo demás. Antes que las citas profesionales o sociales. Antes que las reuniones de trabajo. Antes que el deporte. Consiste en ponerse ante la agenda con la periodicidad que cada uno crea conveniente –semanal, quincenal…–, revisar el calendario familiar –deporte de mis hijos, salidas con ellos, planes con mi mujer, horas de llegada a casa, momentos en que cada día llamaré a casa o al móvil de quien sea…– y colocarlos en la agenda. Después, y sólo después, encajar todo lo profesional en el tiempo que la familia ha dejado libre. Y, por último, mirar la agenda cada día… y obedecerla.
Si lo hacemos bien, con sentido común y uso de razón, el horario familiar irá expandiéndose hasta lograr un tamaño adecuado a su importancia, y el laboral, antes abultadamente deforme, se irá reduciendo convenientemente sin que esta disminución implique pérdida de eficacia.
No habrá pérdida de eficacia, digo, ni riesgo de perder el trabajo, porque, como sabe todo buen gestor de tiempo, hay otra regla infalible: las tareas tienden a extenderse hasta ocupar todo el tiempo que se tiene reservado para ellas. Pero también, a contrario sensu, las tareas tienden a contraerse al tiempo que se tiene destinado para ellas. De modo que si contraigo moderada y progresivamente el tiempo de mis tareas profesionales y me empeño en realizarlas sólo durante ese tiempo preestablecido, continuaré trabajando con la misma eficacia habiendo regalado el mejor tiempo –el primero de todos– a mi familia.
El otro día me llevé una gran alegría cuando una profesora de una prestigiosa escuela de negocios me dijo que estaban ya empezando a sustituir el término “conciliación” por el de “integración”. Sí, señor. ¡Mucho mejor!